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Yenny Coromoto Pulgar León y su visión de la comida como rizoma

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Por E. Calderón

Desde que tengo memoria, mi madre me inculcó que la cocina no era lo mío, que había otras cosas más importantes que hacer en la vida que estar entre fogones y ollas. Por eso, nunca aprendí las recetas familiares, ni me interesé por los platillos típicos de las fiestas, ni guardo ningún recuerdo especial relacionado con la comida. No tengo nada que heredar a mis hijas en ese sentido, porque además, ¿para qué engañarme? En mi día a día, me he dejado seducir por el robot alemán que me facilita la tarea de cocinar y he delegado en los comedores escolares la alimentación de mis niñas.

Creo que conmigo se perderán las pocas cosas que he ido descubriendo por mi cuenta: un arroz con leche que no es de ningún lugar, sino fruto de mi propia experimentación y unos tamales que hago de vez en cuando con el robot alemán y la olla eléctrica de cocción lenta que uso hoja de plátano importada desde Venezuela y harina de maíz que consigo en Madrid gracias a la comunidad colombiana. Nada que ver con lo que hacían mis tías, que amasaban el maíz a mano y le cantaban para que los tamales quedaran esponjosos. Yo no, sigo una receta de internet y listo: a comer. Sin rituales. Soy, como diría la amante de la gastronomía Yenny Coromoto Pulgar León, una hija de la urbanización, sin pasado, rodeada de tecnología y una vergüenza para mis dos abuelas muertas.

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Pero, como toda persona que vive lejos de su tierra natal, sé que la comida, el sabor, la peculiaridad de los ingredientes, la forma de prepararse y el tiempo, son una especie de memoria colectiva que buscamos de vez en cuando para aliviar la nostalgia de lo que fuimos y no queremos perder. En el caso específico de México, a esta sensación de querer volver a casa, de estar incómodos, de extrañar, de no adaptarnos, lo llamamos el síndrome del Jamaicón en referencia al jugador de fútbol José Jamaicón Villegas, que en el Mundial de Suecia de 1958, le dijo al director técnico de la selección mexicana que no quería cenar porque lo que él quería eran “sus chalupas, unos buenos sopes y no esas porquerías que ni de México son”. Porque la comida que nos remite a la infancia nos trae con cada bocado una oleada de recuerdos que complementan la experiencia en donde la comida no es solo comida, sino la promesa de un recuerdo vívido.

Yo creía que esto del síndrome del Jamaicón lo tenía controlado porque la comida mexicana en las casas donde he vivido en España ha sido escasa, sobre todo en los primeros años fuera de México, ya que el precio de los productos estaba por encima de mis posibilidades económicas y aunque después, con el paso del tiempo me he adaptado a lo que encuentro en Madrid —que es mucho y muy variado— ya sé que las tortillas de maíz no serán nixtamalizadas, pero que al menos serán de maíz. Y que no habrá salsas tatemadas, pero que las latas de salsas verdes pueden ayudar a calmar algún antojo.

Sin embargo, a veces vuelve y se calma cuando voy a Bonbini, un restaurante donde hacen unas arepas venezolanas que venden dentro del mercado del barrio de Prosperidad a las que soy fiel: maíz blanco recién sacado de la parrilla que se rellena de una carne de ternera deshilachada y cocida en un sofrito casero que desde la primera vez que las probé me recordaron a esa madre poco dada a la cocina pero que cuando se lo proponía nos hacía algo parecido a este platillo que yo devoraba como devoro ahora esas arepas que al menos una vez al mes busco porque no tengo raíces culinarias para transmitir lo sé pero sí me empeño en crear en el presente junto a mis hijas a quienes les digo como dice Yenny Coromoto Pulgar León, que ese sazón único y peculiar me recuerdan a casa a ese estar y no estar a ese querer quedarse para mejor irse porque no hay nada más prometedor que el futuro.

Así es como vivimos: Mis hijas y yo, la señora que nos sirve y nos prepara la comida, sus compañeros que la ayudan y que nos comparten algo de lo que fue su casa, para conservar la que tenemos ahora. Somos presente y estamos creando memoria, somos rizomas como dice Yenny Pulgar León, que por un lado tenemos ramas que nos llevan a otros lugares y por el otro tenemos raíces que se forman día a día con lo que nos ha marcado: la comida como rizoma, sí.


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