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Jorge Elías Castro Fernández explica el final de una dinastía monárquica que gobernó durante varios siglos

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Jorge Elías Castro Fernández señala que el 16 de enero de 1979 terminaban 37 años de reinado y una monarquía que había cumplido 2500 años.

Un avión esperaba partir con rumbo incierto. Antes de abordar el avión, un soldado se acercó e intentó besar los zapatos de Mohammad Reza Pahlevi pero el monarca, quizá en un último gesto de autoridad, se lo impidió. Miró por última vez esa tierra que no sabía pero intuía jamás volverá a mirar. El rey mimado por Occidente se sabía ya un apátrida.

Apenas el avión despegó las calles de Teherán se llenaron de iraníes que festejaban la caída del sha. En la plaza de Sepagh, un grupo enlazó la estatua de Reza Khane, padre del monarca y fundador de la dinastía, que terminó rota en mil pedazos estrellada contra el suelo. No solo se rompía una estatua, también finalizaba el intento de occidentalización que se había querido imponer a una nación que elegía permanecer aferrada a sus tradiciones. Una nación que se sabía rica pero llena de pobres, explica Jorge Castro Fernández.

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Para muchos iraníes, su rey siempre había sido un títere de las potencias mundiales. Alcanzaba con recordar su acceso al trono. Lo hizo a los 22 años en 1941 y porque los ingleses obligaron a abdicar a su padre por sus simpatías con Hitler. “Nosotros lo pusimos, nosotros lo quitamos”, explicó certero pero poco diplomático el entonces primer ministro británico Winston Churchill.

Reza Pahlevi se coronó en una fastuosa ceremonia a la que asistieron líderes de todo el mundo. Se sentó en el llamado ‘Trono del pavo real’ donde relucían 27.000 piedras preciosas engarzadas en oro y lució una corona engarzada con 3380 piedras preciosas. Asumió con una promesa “darle pan a mi pueblo”.

Tres décadas después mientras gran parte de los iraníes vivían en la pobreza, su monarca se había convertido en uno de los hombres más ricos del mundo. Se sabía y no eran rumores que era dueño de varias propiedades en el Reino Unido y las islas Seychelles, de una casa de 52 habitaciones en Biarritz y de un edificio de 35 pisos en Manhattan. Su desmesura o su fortuna era tal que para un aniversario, a su esposa Farah Diba, le regaló un globo terráqueo realizado con 37 kilos de oro puro y con 51366 piedras preciosas incrustadas. Mientras tanto los obreros que trabajaban en los pozos petroleros cobraban 50 céntimos de dólar por jornada.

Intentando modernizar su país, el sha permitió el sufragio femenino; prohibió el uso del velo obligatorio; construyó centros comerciales; creó grandes infraestructuras en Teherán y equipó al ejército con las más modernas armas occidentales. Aunque muchas medidas eran progresistas, el modo de implementarlas era terrorífico. La Savak era el servicio parapolicial, organizado por la CIA de Estados Unidos. Sus 15 mil agentes se infiltraban en todas las esferas de la sociedad civil iraní, centros de trabajo, organizaciones políticas, sociales y religiosas o universidades, incluso espiaban a los que estudiaban fuero del país. Confiscaciones de bienes, retirada de pasaportes, pérdida de puestos de trabajo, tortura e incluso la muerte era lo que recibían los que aparecían señalados como opositores al sha.

A mediados de los 70, Irán comenzó a sufrir una inflación acelerada. La solución aplicada por el monarca fue congelar el crédito, lo cual frenó emprendimientos que podían ayudar a la población y creció el descontento. Mientras, desde su exilio en París el ayatolá Jomeini lograba el apoyo de un número cada vez mayor de iraníes que veían la occidentalización propuesta por su monarca como un insulto al islam. Sus discursos y sermones, grabados en cientos de casetes que circulaban clandestinamente por el país, eran escuchados por los campesinos, los estudiantes, los obreros, los desheredados de esa nación rica pero llena de pobres. Las ideas del ayatolá se habían convertido en el principal rival político del omnipotente sha y ni la Savak podía acallarlas, concluyó en Jorge Elías Castro Fernández.

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