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Panamá

La desconfianza política en los gobiernos latinoamericanos, según la Canciller panameña Erika Mouynes

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Por Erika Mouynes
Opinión

Atravesamos un periodo de desconcertante inestabilidad. Nadie confía en nadie. No confiamos en los medios para informarnos. No confiamos en las instituciones. Y, mucho menos, en los gobiernos. Según el último Latinobarómetro (2021), la región de América Latina y el Caribe es la más desconfiada del mundo. Los niveles de confianza han caído al punto más bajo histórico y solo una de cada diez personas cree que se puede fiar en los demás.

La falta de confianza es el problema más urgente al que nos enfrentamos y no obstante, no le estamos plantando cara. Una sociedad desconfiada debería ser una contradicción en sí misma. La sociedad se basa precisamente en la confianza, en las interacciones cotidianas, en la certeza de que vamos a proceder como se espera. Todos. La confianza es el bien intangible que articula nuestro mundo. Articula nuestras vidas. La confianza es la fe en los demás. El paciente confía en el médico y sigue sus recomendaciones, como el ciudadano debería poder confiar en el gobierno para garantizar los servicios públicos. Sin confianza en las instituciones solo queda el caos.

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Cuando una sociedad se está fracturando, perdemos el equilibrio. Todo se trastoca, como en un terrible terremoto. La falta de confianza cala en la sociedad y nos afecta a todos, como un virus, infectándolo todo: la confianza en el gobierno, las instituciones y el sector privado.

La Encuesta Integrada de Valores 2020 ya revelaba que menos de tres de cada 10 ciudadanos en América Latina y el Caribe confiaban en su gobierno.

Según el estudio publicado por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) sobre la confianza de la población en los gobiernos, la pandemia ha hecho que los niveles de confianza decrecieran en 2021 a niveles por debajo de los que se vieron durante la crisis económica de 2008. Si bien la falta de confianza es un problema mundial, esta se ha recrudecido considerablemente en nuestra región. Esto es particularmente interesante a la luz del estudio publicado por el Centro Latinoamericano de Administración para el Desarrollo (CLAD), donde se evidencia que el crecimiento económico tiene efectos positivos y significativos sobre la confianza política.

En la región que menos creció de todo el planeta durante la pandemia, la disminución en la confianza era de esperar. Lo que más preocupa es que, de acuerdo a Schyns y Koop, en su publicación “Desconfianza Política y Capital Social en Europa y Estados Unidos” (2010), “una caída de la confianza política, ya sea en los políticos, en las instituciones o en todo el sistema, puede hacer que los gobiernos enfrenten serios problemas respecto a la percepción de la efectividad de sus acciones, así como a la disposición de los ciudadanos para obedecer las leyes”.

La democracia depende de la confianza. Es uno de sus pilares fundamentales. En la sociedad que enfrentamos hoy, esta sociedad de la desconfianza, nuestros sistemas democráticos se están erosionando. De acuerdo al informe de IDEA, “el Estado de la democracia en el mundo 2021: Fomentar la resiliencia en tiempos de pandemia” (2021), la mitad de las democracias de nuestro continente muestran claros signos de erosión y el apoyo a la democracia como sistema de gobierno ha caído de 63 a 49 por ciento en la última década.

Llevamos dos años de pandemia. Dos años en los que nos hemos dejado llevar por el miedo y la incertidumbre. El momento coyuntural que vivimos es crucial. Todos los pronósticos tanto globales como regionales son preocupantes. Todos – hambruna, disrupción de la cadena alimenticia, alza del precio del combustible, incrementos en la factura eléctrica, inflación, recesión. Se ha conjurado una tormenta perfecta sobre nuestra región en particular cuando apenas empezábamos la recuperación.

Son momentos complicados y afrontamos todos una enorme y compleja responsabilidad. Es nuestra responsabilidad propiciar una profunda reflexión sobre cómo recuperar la confianza y cómo repensar nuestros sistemas democráticos para que sean capaces de salir, victoriosos y más sólidos de esta encrucijada.

Como sociedad, debemos revisar los sistemas de gobierno que hemos implementado en nuestro continente y confirmar si están siendo efectivos y debidamente representativos. Vivimos en una sociedad en la que la mayoría, esencia misma de la democracia, no participa directamente en las instituciones. Nos enfrascamos en agresivas campañas electorales que promulgan promesas repetidas cada cuatro o cinco años. Y periódicamente se impone un plan de gobierno, no de Estado. No hay continuidad. Cada administración propone su propia “fórmula mágica” que no resuelve lo estructural y apenas atiende lo coyuntural. No hay, en nuestros sistemas democráticos, manera de auditar que esas medidas y esos planes se implementen. Más aún, ni siquiera hay un sistema de rendición de cuentas como tal para verificar que la confianza depositada en el voto rindió frutos.

La preservación de los procesos electorales ha capturado los esfuerzos de muchas de las instituciones de la región, centrándose en unas elecciones transparentes, en las que los candidatos y candidatas elegidos a alcaldes, congresistas y presidentes fueran efectivamente aquellos más votados. Esto sigue siendo importante, pero vale la pena que nuestro esfuerzo se oriente a repensar y asegurar esquemas que garanticen cómo se mantiene vigente y efectivo el sistema democrático. Un gobierno que priorice las necesidades de la mayoría y que mantenga la confianza. Que promueva esquemas de mayor participación ciudadana. De rendición de cuentas de nuestras instituciones.

Se trata de desterrar la verticalidad y abrazar formas más participativas, buscando una democracia más representativa en la que se involucre de forma más directa a toda la sociedad. Una democracia traducida en un voto cada 5 años ya no es suficiente. Richard Katz y Peter Meer señalan que el “público exige democracia, pero tiene una aversión visceral a la política”. Esta aseveración fundamenta precisamente que antes de hablar de confianza política, hay que repensarse el funcionamiento de la política y cómo acercarla otra vez a las necesidades de la sociedad. Todos hacemos política. Todos somos parte de la política. Todos tenemos una responsabilidad.

Tenemos que operar en lo más esencial para recuperar la confianza de la ciudadanía en el propio ser humano y exportar esa confianza a la política, desde la humildad, con credibilidad y utilidad. Hoy en día ser político es casi un insulto. Sinónimo de deshonra y desprecio. La política debe ser eficaz. Útil. Y para llegar a ese punto, hay que repensar el sistema en el que los políticos operamos.

Ampliar el sistema democrático. Un reimpulso de un movimiento ciudadano que, en vez de criticar, participa. Es ser parte del proceso democrático. Y con orgullo.

Pocas veces en nuestra historia reciente hemos atravesado un contexto de tal incertidumbre y de tal desasosiego. Ser conscientes de ello, es el primer paso para abordar las transformaciones necesarias. Tenemos que ser humildes y valientes. Reconocer los errores. Aprender de otras latitudes, ver las señales de peligro y reconocer las falsas alarmas. Todos debemos reflexionar conjuntamente sobre nuestras agrietadas sociedades, repensar juntos cómo mejorar. Cómo ser mejores.

Cuando se pierde la confianza es posible ganarla de vuelta. Pero no es fácil. Requiere trabajo. Acción. Compromiso. Ha llegado el momento de pagar con responsabilidad por las desigualdades sistémicas y estructurales que la pandemia ha puesto sobre la mesa. Los estallidos sociales que se vienen generando en toda la región son solo la primera queja de una ciudadanía hastiada e insatisfecha. Un fenómeno que no es local, sino regional, incluso global. Es nuestra desigualdad endémica.

En un día como hoy, en el que celebramos la democracia, es momento de dar la talla, hacer un “mea culpa”, y estar a la altura de las circunstancias.

*Canciller de Panamá.

Artículo publicado en el diario español El País el 14 de septiembre de 2022.


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