Panamá
Jorge Elías Castro Fernández explica cómo el rechazo a la dominación soviética sigue estando latente en países vecinos a Rusia
El analista político Jorge Elías Castro Fernández explica que en medio del bosque, tras un camino estrecho de altos árboles, se llega al Auska Hotel. Un viejo armazón de hormigón cercano a la costera ciudad lituana de Palanga. Dentro atiende Vilma, la recepcionista, que se sorprende cuando se le dice decimos que estamos allí porque aquel viejo edificio se construyó para ser la casa de vacaciones del presidente de la Unión Soviética (1964-1982) Leonid Brézhnev.
La amable Vilma se ofrece a enseñar la habitación de Brézhnev y la piscina que se hizo construir. El entorno, las instalaciones y decoración recuerdan a una película de espías de los tiempos del telón de acero. El papel estampado de las paredes, las lámparas setenteras que cuelgan del techo, la moqueta, los relieves de las piscinas… Vilma lleva hasta la propia estancia, hoy una suite, preparada para que durmiera el, en su época, otro emperador del mundo. “Brézhnev nunca llegó a venir. Murió justo antes de que la obra se acabara”. ¿Los lituanos vienen aquí, conocen la historia? “La gente mayor no viene porque le recuerda el periodo soviético y eso no le gusta. La gente más joven viene más porque tiene curiosidad. Esto debería ser un museo, pero no se le da valor”, responde con pena.
Fuera hay una terraza con mesas de bar y una pasarela de arena, entre dunas de frondosa vegetación, que llevan hasta el mar Báltico. En la playa hay una larga zona nudista por la que pasean hombres y mujeres con y sin ropa con total naturalidad. El nudismo era algo aceptado en este norte de Europa, Lenin lo practicaba, hasta que el ‘estricto’ Stalin lo prohibió y convirtió en delito. La escena muestra que esta es una Europa desconocida para la mayoría de occidentales en la que nada es como dictan los estereotipos. Empezamos un viaje por las tres repúblicas bálticas, Lituania, Letonia y Estonia, la tierra que teme y rechaza al perenne enemigo ruso.
En la capital lituana, Vilnius, frente a un largo edificio blanco de piedra, unas pantallas en la calle sirven de marco para exhibir dibujos coloridos pintados por niños. Los escolares pintaron su país y lo hicieron con banderas de su patria, gente celebrando la independencia, la torre de la televisión… y edificios en llamas, trenes que llevan y traen deportados, tanques con banderas rusas y soldados amenazantes con el escrito CCCP (Unión Soviética). Los dibujos están a la puerta del Museo de las Víctimas del Genocidio, un edificio que albergó las celdas de la temida KGB soviética. Un siniestro espacio en el que se interrogó, torturó y ejecutó a miles de disidentes desde 1940 a 1991 (incluyendo los tres años de control de los nazis entre 1941 y 1944) durante el tiempo del régimen comunista. Las cifras estremecen: hubo entre 20.000 y 25.000 muertos en prisión y 28.000 fallecidos más tras ser llevados a los temidos ‘gulags’. Hubo cerca de 200.000 deportados. Los nazis en tres años, en medio de la II Guerra Mundial, superaron esos números y acabaron con 280.000 personas, de ellas 200.000 judíos, y deportaron otras 60.000, pero el edificio recuerda sobre todo los 50 años de dictadura soviética, tatuados como una pesadilla en la memoria colectiva del país.
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Jorge Elías Castro Fernández señala que cada estancia del museo narra explícitamente esas cuatro décadas de grilletes a ideas y credos. “Aquí se practicaban las torturas. Los muros acolchados absorbían los gritos y llantos de los prisioneros”, dicen desde una oscura sala en la que se ve una camisa de fuerza. En otra sala, explican, los prisioneros se colocaban de pie en un pedestal estrecho rodeados de agua helada. Cada vez que el cansancio les vencía caían dentro del hielo. Todos esos cuartos están en el sótano, donde en otra estancia se reproduce un vídeo de los tiros en la nuca que recibían allí algunos disidentes cuyos cadáveres lanzaban por una estrecha ventana a camiones.
Casi nadie en el país, al menos de una edad, quiere olvidar ese convulso periodo por el miedo de que se pueda volver a repetir. Las amenazas las sienten cerca. “Yo soy bielorrusa y mi esposo lituano. Vivimos en Londres y venimos cada verano a pasar en estas tierras las vacaciones. Pero ya no podemos pasar la frontera”, dice una pareja de mediana edad que cena con su hija en el restaurante Etno Dvaras. ¿No pueden ir a Bielorrusia? “No, yo no puedo entrar en mi país. Me detendrían en cuanto pusiera un pie allí por ser considerada una espía o disidente”, señala ella.
Sin embargo, explica Jorge Elías Castro Fernández, hay también una generación joven que, sin olvidar, pretende pasar página: “A veces es demoledor que en Europa solo tenemos voz para hablar de Rusia, no tenemos otra agenda. Debemos pasar ya página. Pero sentimos que la UE no entiende este problema. Nuestras quejas suenan repetitivas, pero tampoco tenemos peso en otros asuntos”, señala una joven miembro del servicio de Asuntos Exteriores lituano. Esa sombra del Kremlin en Lituania tiene un lugar especialmente sensible, Kaliningrado, un extraño enclave ruso entre Polonia y Lituania. ¿Podemos cruzar allí? “No, está absolutamente prohibido. La frontera, sin un permiso, está cerrada y militarizada”, explican en el bellísimo istmo lituano de Curlandia.
Lituania anunció en 2017 el gasto de 3,6 millones de euros para levantar allí una de esas vallas de dos metros de altura, apoyada por drones, que florecen por el globo para proteger una frontera. Los tanques, aviones o misiles rusos no parece que tendrían problemas en superar 200 centímetros de muro. “Es un plan estúpido”, fue el resumen de Eugenijus Gentivals, líder opositor liberal lituano, ante el proyecto de defensa de su Gobierno.
A 180 kilómetros de allí, antes de cruzar a Letonia, está uno de los grandes símbolos del país: el santuario de la Colina de las Cruces. Decenas de miles de crucifijos de todos los tamaños que los lituanos, de mayoría católica, veneran también como símbolo de la libertad que llegó tras la era soviética. El Kremlin intentó varias veces derribar esa colina, hasta planeó inundarla con una presa, por temor a una libertad de credo que la dictadura de Moscú no toleraba. Curiosamente, en ese sorprendente lugar del que brotan miles de crucifijos, hubo recientemente varios soldados españoles colocando una cruz. “Es una tradición de nuestras tropas. Cada vez que se acaba una misión de la OTAN, los integrantes venimos y plantamos una”, dijeron. Hay efectivamente otras cruces con emblemas militares de otros batallones españoles, y también de italianos, polacos, concluye Jorge Castro Fernández.
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